-¿No te gustan ciertas palabras?
Por ejemplo, podría repetir a todas horas el término etéreo, onírico o
cadencia.
Y fue de esta manera como se
enamoraron.
Amaban la vida, los sueños, la
libertad, volar.
Inventaban su propio idioma cada
anochecer, lo olvidaban esa madrugada, para en las horas del rocío poder
componer otro lenguaje, hecho de caricias quizás, de abrazos tal vez, o de
suspiros en cierta ocasión.
Aterrizaban en la luna cuando sus
miradas se encontraban, y despegaban hacia el infinito ante el roce de sus
manos.
Él, hombre, ella, mujer, él, un
colibrí, ella, un jilguero.
Podían observar sus almas durante
horas, y a la vez avergonzarse de descubrirse desnudos ante el otro,
sonrojados, despiertos, temerosos.
Cuando él tropezaba, ella abrazaba
el suelo, cuando ella lloraba, él transformaba sus lágrimas en amapolas.
Hacer el amor, para ellos, era un
acto casi tan necesario como respirar, no por motivos de exigencia carnal, si
no, porque necesitaban saber que seguían unidos por ese lazo tan inexorable que
habían creado.
Él vivía en Marte, ella en
Júpiter y a pesar de ello, su rutina consistía en reunirse en una estrella, cada
día una diferente.
Tenían un amor incomprensible para
el resto de las personas, aunque de humanos, solamente tenían el aspecto.