23 de abril de 2010

Niké

Por fin, ha llegado el día en que he ganado un concurso de relatos, aunque no sepa siquiera el premio estoy muy ilusionada. Sé que en parte la victoria de mi relato está en él, ya veréis el porqué de esta frase, os lo dejos  a continuación.


NIKÉ

Hacía ya mucho tiempo que no pensaba, no respiraba, no escuchaba, no lloraba, no reía, no sentía nada. Solamente era un trozo de frío mármol en medio de una sala enorme con grandes cristaleras a través de las cuales se filtraba la luz. Actuaba como elemento decorativo de un superficial aristócrata que deseaba vanagloriarse de su poder adquisitivo ante sus visitas.

Su historia a los ojos del noble era, para poder precisar el término, inexistente. Tan sólo era un trozo de piedra tallado por un escultor sobresaliente a partir de la pieza original situada en el Louvre. Una figura que pasaba las horas en esa sala vacía de sentimientos. Era pues este lugar bañado por la luz platina de la luna llena, una iluminación que la hacía parecer un ángel de la guarda que nos acompaña al soñar, un sitio adecuado para narrar la historia sobre Victoria de Samotracia.

Nos remontamos al año 190 antes de Cristo, y nos situamos en una isla griega cerca de la actual Macedonia. Para poder llegar a saber sobre su vida, debemos hablar de cómo llego a convertirse el espíritu puro de Victoria en un fragmento de frío mármol.

En dicha isla griega, Samotracia, vivía una persona de orígenes humildes y con una vida sencilla, era Pithókritos de Rodas. Por aquella época, debía ser un joven entusiasta que amaba el arte, casi tanto como el Mar Mediterráneo, que llevaba hasta él con las olas un vaivén de ideas y proyectos para el futuro. Como amante del saber, todos los días iba al ágora para comentar los sucesos políticos con los ancianos y para impregnarse de la filosofía que los maestros ofrecían. Pithókritos había comenzado lo que parecía ser una brillante carrera como aprendiz de un también sobresaliente maestro, su campo profesional era la astronomía pero la pintura ejercía un potente impacto sobre él.

Fue en una mañana soleada que predecía un verano lleno de la vitalidad otorgada por el sol, cuando la vio por primera vez. Paseaba Pithókritos hacia el ágora donde se reunía con su maestro y sus compañeros, cuando una mujer sorprendente se cruzó en su camino, dejándole aturdido y confuso. No pudo pues Pithókritos pensar en los astros que le esperaban en la noche bajo el amparo de la luz de la luna creciente. Una mirada negra como el carbón y llena de ganas de vivir recluía sus pensamientos y arrollaba en su alma todo lo que alcanzaba, quemaba su esencia reduciéndola a cenizas.

Vivió sumido en la tristeza un largo periodo de tiempo, pasaron siete lunas llenas antes de que ese rostro que tanto había impactado en el joven volviese a ser más que una mera ilusión de su conmocionado corazón. Habitualmente Pithókritos buscaba refugio en la playa más cercana a la polis donde habitaba. Era el asilo que recibía con la soledad y la inmensidad del universo, pero esta vez sus reflexiones no eran solitarias.

Llegó al lugar sumido en la tristeza de la desesperación, cuando una voz dulce deleitó sus oídos y unos ojos negros que le quemaban el alma le recibieron con amabilidad. La conversación fue surgiendo entre las dos personas, él le contaba sus estudios y ella curiosa e inquieta preguntaba, deseosa de alcanzar el saber que él le podía ofrecer. Las presentaciones se hicieron a lo largo de la noche velada por los astros, él, Pithókritos, un hijo de artesanos y aprendiz, ella, Niké, hija de un mercader extranjero y heteraita, acostumbrada a satisfacer los deseos corpóreos e intelectuales de los hombres. Al finalizar la velada su risa era ya fluida como el trino de un pájaro cuando comienza la primavera, su pelo desordenado le daba un aspecto de la diosa de la cual poseía el nombre, de la victoria, sus ojos, ahora sonrientes, amenazaban con enamorarse.

Sólo dos personas que se amaban y deseaban luchaban, bajo la luna y contra las olas del mar por llegar a ser un único ente perfecto. El deseo y la pasión con el transcurso del tiempo dejaron lugar al amor.

Pithókritos dejó a su maestro para comenzar con la pintura, que con el tiempo lo llevó a iniciarse en la escultura. Niké, sin embargo, tenía problemas, pues su amor florecía pero a su vez los frutos de éste comenzaban a hacerse presentes en el rincón más interno de su ser, no fueron pocas las peleas que desencadenaron el oficio de la joven con su amante, pues como acostumbra a ser un apasionado compañero locamente enamorado, no consentía el deleite de otros hombres con ella, así se cernió sobre ellos un futuro incierto.

Niké representando siempre del nombre que llevaba jamás se dejó vencer por los consejos de su amado, era un impulso interior que la empujaba a cumplir su cometido. “Es mi destino” le decía llorando a Pithókritos. Éste, en cambio, dejó poco a poco de comprender el espíritu intacto y la fuerza, la vigorosidad y la vida que representaba el alma de Niké.

Su corazón le pertenecía a ella pero no podía soportar la incertidumbre. Decidió abandonar la polis y desplazarse, intentar iniciar una nueva vida. Decírselo a su amada fue lo más doloroso que hizo en toda su existencia, miró esos ojos que le amaban, en la playa donde habían florecido como un solo ser. Toda su existencia, su espíritu etéreo, intacto, intacto, se desvanecía por el dolor, contrayéndose para dejar escapar con lentos suspiros todo aquello que la caracterizaba. Pithókritos partió pero antes de hacerlo decidió mirar una sola vez más hacia atrás. El ángel en sí que era Niké resplandecía, dorada por unos rayos de sol invocados desde el cielo, una suave brisa movía su chitón y su cuerpo suavemente golpeado por las olas lucía ya las leves curvas que representaba un próximo alumbramiento.

En ese momento podernos volver a la sala oscura del burgués donde permanecía Niké, Nikí de Samotracia o Victoria de Samotracia, su cuerpo congelado en la piedra por Pithókritos quedó siempre en su recuerdo. Ella, una enamorada entregada, no pudo sobrevivir sin aquel ser que la mantenía con ganas de vivir.

Podemos decir que aquel aristócrata tenía la más bella representación de una persona en su salón, una hermosa mujer que perdió su alma por el hombre al que amaba y por el que entregó su alma a la dura piedra, que conservara la belleza de la vida y dolor de ésta en un elemento que jamás llegó a ser destruido.