29 de junio de 2011

La estrella

Cuando recuperó la consciencia, una gota de sangre se deslizó por su mejilla, seguida de varias más. Acertó a encontrar una brecha en su frente, cuando un hedor le abofeteó, sacándolo del estado de letargo en el que se hallaba sumido. El tormento, junto al olor del vómito, de la sangre, del sexo y del alcohol, estallaba como olas contra su maltrecha existencia.

Intentaba levantarse, sin demasiado éxito, a pesar del esfuerzo que parecía hacer. El cuerpo, malherido, le pagaba su afán por no volver a derrumbarse con descargas dolorosas, que invadían cada parte de su ser.
Mareado, se puso de pie, las luces le cegaban, no sabía tampoco en qué parte de la ciudad se encontraba. Barcelona siempre había sido su ciudad preferida, se había enamorado de ella, había vivido en ella, soñado en ella, amado en ella. Ahora se convertía en una prisión que no le dejaba escapar.

Recorría las Ramblas como un pájaro enjaulado, buscando la salida que le liberase, que le desbloquease toda la angustia vital que sentía, ese frío que le recorría la piel a cada segundo e invadía todo su ser, a pesar del calor estival que hacía ese año. Deseaba desesperadamente recuperar esa parte de sí que le faltaba.

Las drogas y el alcohol le llevaron a un estado de inconsciencia extraña que le hizo olvidar todas esas preocupaciones momentáneamente.

Al día siguiente despertó en su casa, al notar la tremenda jaqueca que tenía se llevó la mano a la cabeza, esbozando un gesto de dolor. Se había dormido con la ropa puesta, que apestaba por todo lo ocurrido la noche anterior. La evocación de los hechos era un poco difusa, recordaba haber salido a tomar unas copas, haber tenido una pelea con otros borrachos. Pero en su mente se creaban muchas lagunas que no acertó a rellenar.

Dejando las sábanas revueltas, se dirigió a la ducha, puso la ropa en un montón, ya la lavaría más tarde. En el baño ya apenas quedaban esas cremas antiarrugas o botes de maquillaje que su mujer solía comprar y llenaban los estantes, ahora vacíos.

Todavía abundaban esas bolas de espuma que a ella le encantaba usar en las ocasiones especiales en las que compartían un relajante baño, con sales y aceites aromáticos, en un ambiente idílico al anochecer, junto a las velas.

Cuando terminó su aseo diario, decidió comer algo que le ayudase a superar la acidez de estómago. Al entrar en  la cocina aún podía ver la silueta estilizada de Ione, preparando con cariño las crepes que a él le entusiasmaban. Con un camisón blanco, el pelo castaño revuelto, sus ojos azules, llenos de calma y felicidad. Ella le daba los buenos días, él la abrazaba contra sí. Era entonces cuando le agradecía a lo más divino, desde lo que su ateísmo le permitía, el tenerla a su lado.

Cuando la máquina de café notificó con un pitido  que había terminado, él se dirigió con la taza caliente al salón. Al pasar por delante del despacho se percató del estado caótico de éste.

Había pasado los cuatro meses transcurridos desde el funeral, asido a su trabajo, a todos aquellos informes que debía entregar, a todos esos juicios que le habían permitido escapar de su aflicción. Desafortunadamente, a pesar de que su rendimiento aumentó, así como lo hizo su sueldo, su jefe le “recomendó” amablemente que hiciese de los meses de verano un tiempo adecuado para aceptar lo que había sucedido y relajarse un poco.
Los periódicos acumulados, desbordaban una pequeña mesita que había al lado del sofá, encima de ellos estaban los recortes sobre la muerte de Ione. Quién le iba a decir a Steve que perdería a la persona que más quería, aquella mujer que cada día de su vida le hacía sentir dichoso.

Releyó los artículos, fue un infortunado accidente provocado por un conductor ebrio que invadió el carril contrario a una velocidad sobrepasando, además, el límite establecido. Su temerario comportamiento finalizó al arrollar el coche de Ione, quien falleció en el acto.

Esas desgracias sólo ocurrían en las noticias, sólo a los demás, él necesitaba a su amada como el pez necesita el agua. Le dolía la añoranza, la desolación, la ausencia de su esposa. Por primera vez en su vida no sabía que sería de él, y este hecho le desazonaba, causándole la necesidad de vivir episodios como el acontecido la noche anterior, ya repetidos durante unos meses.

Tirado en el sofá, su corazón lloraba las lágrimas que a sus ojos no le quedaban, recordó el juicio contra el conductor, un joven de apenas diecinueve años. La justicia española le había condenado a cinco años de cárcel, tiempo insuficiente para reparar el daño que el asesinato había causado.

Tras dejarse caer en el profundo pozo de la autocompasión decidió que ese no sería el remedio. Se puso el “chándal de barrer” como decía Ione los sábados por la mañana cuándo se dedicaban a limpiar la casa.
Empezó por su despacho, clasificando por archivadores los papeles que se amontonaban en la mesa. Concentrado en su tarea le sorprendió hallar la pequeña estancia, dónde se encontraba una estantería repleta de los libros que su mujer adoraba y un sillón, en el que disfrutaba su pasión por la literatura, que daba a un pequeño jardín zen, el cuál solía contemplar cuando se estresaba. Desde la muerte de su esposa, no había entrado en ese cuarto, y su estado lo constataba. Aspiró, fregó y cuando quedó satisfecho de su trabajo se dirigió al salón.

Plegó las mantas que, tiradas, adornaban el sofá junto a las coloridas almohadas. Recolocó las revistas y noticieros, eliminó los antiguos y dejó solo aquellos que hablaban de su amada Ione, con cariño los guardó en una caja vacía. Quitó el polvo de la televisión, del aparato de música, cuando se percató de la presencia del antiguo violonchelo de su adorada compañera, desolado, triste tras su pérdida miraba al vacío.

Era como si de repente tras cuatro meses a solas, comenzase a percibir la vida que quedaba de aquella persona a la que tanto había querido. Empezó a recordar esa Suite de Bach que tanto le apasionaba y ella le dedicaba en algunos ratos de intimidad junto a una cálida mirada. Esas melodías tristes, desgarradoras y bellas se instauraron en su alma sin poder ser ya sofocadas. Los ojos se le llenaron de lágrimas, y su boca rebosaba sonrisas.

Pero no por ello cesó su tarea, se dirigió a la cocina. Organizó las sartenes, platos sucios y cubiertos que se apilaban en el fregadero. Esta era la parte más ordenada de la casa, pues había pasado horas ahí, hablando con los padres de Ione sobre su funeral, llorando su ausencia, comiendo la desidia que las horas vacías le creaban. Fue en ese lugar donde descubrió el calendario en el que apuntaban los eventos importantes, se trataba de un almanaque con un cuadro de Monet cada mes. El tiempo se había estancado un tres de mayo, hacía en ese momento cuatro meses y dos semanas.

Si Ione hubiese vivido una semana más, pensó para sí, él habría existido, simplemente, para hacerla feliz. Para darle lo mejor de sí en ese viaje a Copenhague, un viaje organizado con medio año de antelación como sorpresa por su cumpleaños. Pues desde pequeña le había entusiasmado el cielo de ese lugar, su mar, todas las aventuras que ese paraíso personal le pudiese ofrecer. La habría mecido en sus brazos mientras observaban la puesta de sol o mientras soñaban aquellos imposibles que tanto anhelaban.

Era de noche, sin embargo, ya más decidido, se dirigió a su cuarto. Lavó la ropa que se amontonaba por los suelos, hizo la cama, barrió y arregló las mesitas. Fue entonces cuando un escalofrío le recorrió la espalda, pero no era como esas gélidas punzadas que sentía desde que ella murió, era un ardor que le reconfortaba. Giró su cabeza y acertó a descubrir el álbum de fotos en el que había escondido sus heridas. Con la muerte de su esposa había retirado todas las fotografías de sus marcos, había encerrado y silenciado sus recuerdos, había encontrado una evasión a su dolor. Con cariño y sufrimiento fue colocando cada momento en su recuadro, en su lugar. Desde la cómoda le sonreía una pareja de recién casados, desde la repisa, Ione nada más despertar.

Lloró y se lamentó, pues se dio cuenta que para dejar de vivir no es necesaria la muerte, él había fallecido con su esposa, pues no había encontrado una razón para existir, y había ocurrido lo peor. Así la había matado, ahogando su recuerdo en la pena. El encontrar sus cosas le había permitido entender que ella seguía a su lado. Se juró y prometió que jamás la dejaría volver a escapar.

Ese diecisiete de agosto, Steven se levantó y renació. Justo cuando una estrella fugaz acertó a decorar el bello firmamento oscuro de verano, nunca supo si fue casualidad o no. Tampoco le importaba, desde ese momento entendió que no estaría solo, pues su amada se hallaría siempre junto a él, quizá siendo una canción, quizás una palabra. Por ello estaría dispuesto a impregnarse de todo aquello que la vida le tuviese preparado.
Fue la primera vez que durmió bien en meses. Pero esta vez no lo hizo sólo. Una vela encendía su alma.

Return...

He vuelto a pasar una temporada un poco out y alejada de este blog. Pero ha sido por causa mayor, una vez terminado primero de bachillerato y emprendido la tranquilidad que me ofrece el verano puedo seguir exponiendo relatos y opiniones en este espacio.

Me gustaría hoy tratar un tema que consiguió llamar mi atención el otro día. Hablaba con unas personas sobre la nacionalización que se había llevado a cabo de un buen jugador de baloncesto. Mi cabeza a pesar de reconocer esta práctica como habitual, se seguía sublevando, ¿acaso no hay miles de personas que luchan cada día para conseguir una nacionalización y lo único que alcanzan es una deportación a su país de origen, por qué es distinto con estas personas? ¿No es esta una clara muestra de qué estamos haciendo con nuestro mundo?