25 de noviembre de 2013

Escrito 2 (prefacio sobre Sara)

“Me perdía entre sus besos esperando encontrar los tuyos. Me adentraba en sus piernas buscando huir de las tuyas. Y cada madrugada, ella sabía que seguía siendo tuyo. Cada anochecer, ella buscaba que lo olvidara.

Busqué en los labios de Laura, el cuello de Teresa, las piernas de Carmen, los ojos de Laia o los dedos de Marina. Y cuanto más buscaba, tanto más perdido me sentía.

Caminaba sin ver, sin sentir, sin oír. Flotaba con el tiempo entre el primer beso, entre tu pelo, tu mirada, entre el adiós del metro, y la cadencia de la espera.

Tuve hijos con Ana, me casé con Sandra, tuve a Rebeca como amante, me fugué con Virginia y me retiré con Samanta a la vera de este lago, cuya transparencia me recuerda cada mañana a  tu luz.

Y ya desde este hospital, este anciano sigue perdido, buscándote.

Aún sigo esperándote Sara.”


El nonagenario terminó de escribir, agarró la foto de una muchacha joven y se dejó ir mientras una lágrima recorría su mejilla.

17 de noviembre de 2013

Escrito 1 (preámbulo a la inspiración)

Siempre había dibujado un solo ojo porque temía no poder dibujar un par de ellos en perfecta simetría. Sin embargo, un día se resolvió a hacerlo, quizá por probar, porque se sentía valiente o por tentar a la suerte. Fue mientras trazaba las pestañas con el grafito, cuando descubrió lo infundado de sus miedos, y, con asombro, observó cómo nacía una mirada entre sus manos.


1 de noviembre de 2013

Etéreos

-¿No te gustan ciertas palabras? Por ejemplo, podría repetir a todas horas el término etéreo, onírico o cadencia.

Y fue de esta manera como se enamoraron.

Amaban la vida, los sueños, la libertad, volar.

Inventaban su propio idioma cada anochecer, lo olvidaban esa madrugada, para en las horas del rocío poder componer otro lenguaje, hecho de caricias quizás, de abrazos tal vez, o de suspiros en cierta ocasión.

Aterrizaban en la luna cuando sus miradas se encontraban, y despegaban hacia el infinito ante el roce de sus manos.

Él, hombre, ella, mujer, él, un colibrí, ella, un jilguero.

Podían observar sus almas durante horas, y a la vez avergonzarse de descubrirse desnudos ante el otro, sonrojados, despiertos, temerosos.

Cuando él tropezaba, ella abrazaba el suelo, cuando ella lloraba, él transformaba sus lágrimas en amapolas.

Hacer el amor, para ellos, era un acto casi tan necesario como respirar, no por motivos de exigencia carnal, si no, porque necesitaban saber que seguían unidos por ese lazo tan inexorable que habían creado.

Él vivía en Marte, ella en Júpiter y a pesar de ello, su rutina consistía en reunirse en una estrella, cada día una diferente.


Tenían un amor incomprensible para el resto de las personas, aunque de humanos, solamente tenían el aspecto.