29 de junio de 2011

La estrella

Cuando recuperó la consciencia, una gota de sangre se deslizó por su mejilla, seguida de varias más. Acertó a encontrar una brecha en su frente, cuando un hedor le abofeteó, sacándolo del estado de letargo en el que se hallaba sumido. El tormento, junto al olor del vómito, de la sangre, del sexo y del alcohol, estallaba como olas contra su maltrecha existencia.

Intentaba levantarse, sin demasiado éxito, a pesar del esfuerzo que parecía hacer. El cuerpo, malherido, le pagaba su afán por no volver a derrumbarse con descargas dolorosas, que invadían cada parte de su ser.
Mareado, se puso de pie, las luces le cegaban, no sabía tampoco en qué parte de la ciudad se encontraba. Barcelona siempre había sido su ciudad preferida, se había enamorado de ella, había vivido en ella, soñado en ella, amado en ella. Ahora se convertía en una prisión que no le dejaba escapar.

Recorría las Ramblas como un pájaro enjaulado, buscando la salida que le liberase, que le desbloquease toda la angustia vital que sentía, ese frío que le recorría la piel a cada segundo e invadía todo su ser, a pesar del calor estival que hacía ese año. Deseaba desesperadamente recuperar esa parte de sí que le faltaba.

Las drogas y el alcohol le llevaron a un estado de inconsciencia extraña que le hizo olvidar todas esas preocupaciones momentáneamente.

Al día siguiente despertó en su casa, al notar la tremenda jaqueca que tenía se llevó la mano a la cabeza, esbozando un gesto de dolor. Se había dormido con la ropa puesta, que apestaba por todo lo ocurrido la noche anterior. La evocación de los hechos era un poco difusa, recordaba haber salido a tomar unas copas, haber tenido una pelea con otros borrachos. Pero en su mente se creaban muchas lagunas que no acertó a rellenar.

Dejando las sábanas revueltas, se dirigió a la ducha, puso la ropa en un montón, ya la lavaría más tarde. En el baño ya apenas quedaban esas cremas antiarrugas o botes de maquillaje que su mujer solía comprar y llenaban los estantes, ahora vacíos.

Todavía abundaban esas bolas de espuma que a ella le encantaba usar en las ocasiones especiales en las que compartían un relajante baño, con sales y aceites aromáticos, en un ambiente idílico al anochecer, junto a las velas.

Cuando terminó su aseo diario, decidió comer algo que le ayudase a superar la acidez de estómago. Al entrar en  la cocina aún podía ver la silueta estilizada de Ione, preparando con cariño las crepes que a él le entusiasmaban. Con un camisón blanco, el pelo castaño revuelto, sus ojos azules, llenos de calma y felicidad. Ella le daba los buenos días, él la abrazaba contra sí. Era entonces cuando le agradecía a lo más divino, desde lo que su ateísmo le permitía, el tenerla a su lado.

Cuando la máquina de café notificó con un pitido  que había terminado, él se dirigió con la taza caliente al salón. Al pasar por delante del despacho se percató del estado caótico de éste.

Había pasado los cuatro meses transcurridos desde el funeral, asido a su trabajo, a todos aquellos informes que debía entregar, a todos esos juicios que le habían permitido escapar de su aflicción. Desafortunadamente, a pesar de que su rendimiento aumentó, así como lo hizo su sueldo, su jefe le “recomendó” amablemente que hiciese de los meses de verano un tiempo adecuado para aceptar lo que había sucedido y relajarse un poco.
Los periódicos acumulados, desbordaban una pequeña mesita que había al lado del sofá, encima de ellos estaban los recortes sobre la muerte de Ione. Quién le iba a decir a Steve que perdería a la persona que más quería, aquella mujer que cada día de su vida le hacía sentir dichoso.

Releyó los artículos, fue un infortunado accidente provocado por un conductor ebrio que invadió el carril contrario a una velocidad sobrepasando, además, el límite establecido. Su temerario comportamiento finalizó al arrollar el coche de Ione, quien falleció en el acto.

Esas desgracias sólo ocurrían en las noticias, sólo a los demás, él necesitaba a su amada como el pez necesita el agua. Le dolía la añoranza, la desolación, la ausencia de su esposa. Por primera vez en su vida no sabía que sería de él, y este hecho le desazonaba, causándole la necesidad de vivir episodios como el acontecido la noche anterior, ya repetidos durante unos meses.

Tirado en el sofá, su corazón lloraba las lágrimas que a sus ojos no le quedaban, recordó el juicio contra el conductor, un joven de apenas diecinueve años. La justicia española le había condenado a cinco años de cárcel, tiempo insuficiente para reparar el daño que el asesinato había causado.

Tras dejarse caer en el profundo pozo de la autocompasión decidió que ese no sería el remedio. Se puso el “chándal de barrer” como decía Ione los sábados por la mañana cuándo se dedicaban a limpiar la casa.
Empezó por su despacho, clasificando por archivadores los papeles que se amontonaban en la mesa. Concentrado en su tarea le sorprendió hallar la pequeña estancia, dónde se encontraba una estantería repleta de los libros que su mujer adoraba y un sillón, en el que disfrutaba su pasión por la literatura, que daba a un pequeño jardín zen, el cuál solía contemplar cuando se estresaba. Desde la muerte de su esposa, no había entrado en ese cuarto, y su estado lo constataba. Aspiró, fregó y cuando quedó satisfecho de su trabajo se dirigió al salón.

Plegó las mantas que, tiradas, adornaban el sofá junto a las coloridas almohadas. Recolocó las revistas y noticieros, eliminó los antiguos y dejó solo aquellos que hablaban de su amada Ione, con cariño los guardó en una caja vacía. Quitó el polvo de la televisión, del aparato de música, cuando se percató de la presencia del antiguo violonchelo de su adorada compañera, desolado, triste tras su pérdida miraba al vacío.

Era como si de repente tras cuatro meses a solas, comenzase a percibir la vida que quedaba de aquella persona a la que tanto había querido. Empezó a recordar esa Suite de Bach que tanto le apasionaba y ella le dedicaba en algunos ratos de intimidad junto a una cálida mirada. Esas melodías tristes, desgarradoras y bellas se instauraron en su alma sin poder ser ya sofocadas. Los ojos se le llenaron de lágrimas, y su boca rebosaba sonrisas.

Pero no por ello cesó su tarea, se dirigió a la cocina. Organizó las sartenes, platos sucios y cubiertos que se apilaban en el fregadero. Esta era la parte más ordenada de la casa, pues había pasado horas ahí, hablando con los padres de Ione sobre su funeral, llorando su ausencia, comiendo la desidia que las horas vacías le creaban. Fue en ese lugar donde descubrió el calendario en el que apuntaban los eventos importantes, se trataba de un almanaque con un cuadro de Monet cada mes. El tiempo se había estancado un tres de mayo, hacía en ese momento cuatro meses y dos semanas.

Si Ione hubiese vivido una semana más, pensó para sí, él habría existido, simplemente, para hacerla feliz. Para darle lo mejor de sí en ese viaje a Copenhague, un viaje organizado con medio año de antelación como sorpresa por su cumpleaños. Pues desde pequeña le había entusiasmado el cielo de ese lugar, su mar, todas las aventuras que ese paraíso personal le pudiese ofrecer. La habría mecido en sus brazos mientras observaban la puesta de sol o mientras soñaban aquellos imposibles que tanto anhelaban.

Era de noche, sin embargo, ya más decidido, se dirigió a su cuarto. Lavó la ropa que se amontonaba por los suelos, hizo la cama, barrió y arregló las mesitas. Fue entonces cuando un escalofrío le recorrió la espalda, pero no era como esas gélidas punzadas que sentía desde que ella murió, era un ardor que le reconfortaba. Giró su cabeza y acertó a descubrir el álbum de fotos en el que había escondido sus heridas. Con la muerte de su esposa había retirado todas las fotografías de sus marcos, había encerrado y silenciado sus recuerdos, había encontrado una evasión a su dolor. Con cariño y sufrimiento fue colocando cada momento en su recuadro, en su lugar. Desde la cómoda le sonreía una pareja de recién casados, desde la repisa, Ione nada más despertar.

Lloró y se lamentó, pues se dio cuenta que para dejar de vivir no es necesaria la muerte, él había fallecido con su esposa, pues no había encontrado una razón para existir, y había ocurrido lo peor. Así la había matado, ahogando su recuerdo en la pena. El encontrar sus cosas le había permitido entender que ella seguía a su lado. Se juró y prometió que jamás la dejaría volver a escapar.

Ese diecisiete de agosto, Steven se levantó y renació. Justo cuando una estrella fugaz acertó a decorar el bello firmamento oscuro de verano, nunca supo si fue casualidad o no. Tampoco le importaba, desde ese momento entendió que no estaría solo, pues su amada se hallaría siempre junto a él, quizá siendo una canción, quizás una palabra. Por ello estaría dispuesto a impregnarse de todo aquello que la vida le tuviese preparado.
Fue la primera vez que durmió bien en meses. Pero esta vez no lo hizo sólo. Una vela encendía su alma.

Return...

He vuelto a pasar una temporada un poco out y alejada de este blog. Pero ha sido por causa mayor, una vez terminado primero de bachillerato y emprendido la tranquilidad que me ofrece el verano puedo seguir exponiendo relatos y opiniones en este espacio.

Me gustaría hoy tratar un tema que consiguió llamar mi atención el otro día. Hablaba con unas personas sobre la nacionalización que se había llevado a cabo de un buen jugador de baloncesto. Mi cabeza a pesar de reconocer esta práctica como habitual, se seguía sublevando, ¿acaso no hay miles de personas que luchan cada día para conseguir una nacionalización y lo único que alcanzan es una deportación a su país de origen, por qué es distinto con estas personas? ¿No es esta una clara muestra de qué estamos haciendo con nuestro mundo?

21 de marzo de 2011

El lazarillo

Os dejo una versión del Lazarillo de Tormes actualizada. Una de mis mejores producciones hasta el momento. Espero que la disfrutéis.


Mi nombre es Tariq Kaddour, y nací el vigesimosexto día del Rajab de 1967 en el Mellah, el antiguo barrio judío de Marrakech, uno de los más pobres y marginales.  Aunque la fecha de mi nacimiento coincidía con aquella en la que nuestro profeta ascendió a los Cielos, no auguraba nada bueno. Fue un parto difícil y doloroso en el que mi madre luchó todo lo que pudo por nuestras vidas, me contaban de vez en cuando algunas vecinas, pero no fue suficiente. Pude sobrevivir a costa de su muerte.

Ya desde pequeño sabía que si deseaba persistir en este mundo debería seguir yo solo. Puede que os preguntéis por mi padre. De él tengo pocos recuerdos, la mayoría funestos, y preferiría enterrarlos, pero pretendo descubriros la verdad, así que os contaré que mi padre era un borracho, que pasaba el día ebrio, tirado por la calles, acosando a las vecinas, quienes me ayudaban por la lástima que les inspiraba mi situación.

El hambre era mi rutina, el miedo y la penuria la costumbre. El poco dinero que conseguíamos se destinaba al alcohol, por lo que mi ser se reducía día a día. Mi padre, ansioso por la bebida localizaba a aquellos turistas que parecían más despistados, con argucias diversas conseguíamos robarles cartera, con el dinero, pasaporte, e incluso algunas maletas con equipaje. Los documentos de identificación estaban muy valorados en el mercado negro, por lo que su precio era elevado.

Recuerdo una vez, en la que, como muchas, mi padre me indicaba aquellas personas más desorientadas, al ver un niño de apenas un metro, solían fiarse. Se trataba de un matrimonio alemán o francés, discutían acaloradamente pues no sabían muy bien cómo ubicarse. Les ofrecí ayuda en un francés formal. La señora, de unos cuarenta años, sonriente me dio las gracias y me pidió la indicación de cómo llegar a un hotel. Los acompañé como solía hacer, pero había algo diferente, esa mujer, de aire distinguido, se preocupó por mí, me preguntaba sobre mi vida, mi familia, si iba al colegio o cuántos años tenía. Era algo raro, teniendo en cuenta que era un mequetrefe en una ciudad llena de cientos de personas en la que los niños no son más que un estorbo. Cuando les dejé en el hotel, mientras llamaban a la puerta, con mi habitual táctica, me apoderé de la cartera, y salí corriendo. El hombre, rollizo, con una tez blanquecina, comenzó a maldecir, el gesto de su esposa no podré olvidarlo. Estaba seria, me miraba mientras yo corría calle abajo, incluso podría afirmar que lloraba, la tristeza era visible en su rostro.  Antes de entregar a mi padre la cartera miré su identificación, Adèle Mourchois, el ángel que me salvó de aquel tipo de vida.

Cuando no solía hacer las cosas bien, o no lograba sonsacar nada a aquellos turistas, era objeto de humillación y maltratos por parte de mi progenitor. Aquél día, cuando se fue a la taberna a la que acostumbraba a acudir, recogí las pocas cosas que tenía, dos pares de camisetas, unos zapatos roídos por la pobreza, unos pantalones, la foto de mi madre, y dos mendrugos de pan duro.

Corrí todo lo que pude hasta conseguir salir de la ciudad. Nunca más he vuelto a saber de aquél hombre al que acostumbraba a llamar padre, aunque supongo que su hígado no llegaría a habituarse tampoco a su tipo de vida.

No sabía muy bien tampoco a dónde ir, por lo que me dediqué a vagar por los pueblos circundantes a la ciudad. Afortunadamente, al cabo de dos semanas encontré unos comerciantes que viajaban a Essaouira, dónde me contaron podía embarcar hacia un destino mejor.

Me hablaron por primera vez de España, de ese “paraíso” que se encontraba fuera de tanta pobreza, en la que podría empezar de cero. Tenía en ese momento tan sólo diez años. Les acompañé durante la gran parte de la travesía. Me daban alimento todos los días, nunca pasé hambre estando con ellos, por la noche, acampábamos con unas mantas que tenían.

Nunca me dijeron a que negocio se dedicaban, tampoco me interesaba, tenía comida con la que nutrirme, un cobertor para resguardarme del frío. Y la foto de mi madre que me alentaba a luchar por mi sueño de permanecer vivo. Ellos solían ir de pueblo en pueblo, iban a clínicas y cargaban grandes cajas en una vieja furgoneta. Un día iba a recoger las colchas y dejarlas plegadas en aquel furgón, cuando vi un líquido viscoso que se había derramado de una de las cajas. Asustado me retiré, pero al llegar los dos hombre me hostigaron con miles de preguntas y me acusaron de haber causado tal estropicio. Aterrado, me defendí lo mejor que pude, al llegar el crepúsculo me dispuse a dormir, pero mi inquietud me impedía hacerlo. Como cada noche los dos mercaderes compartían opiniones.

“Creo que lo ha descubierto, debemos matarlo antes de que amanezca, de lo contrario podríamos meternos en un lío” decía el más alto. “Podremos aprovechar sus riñones, hígados, pulmones y corazón, parece estar bastante sano” respondió su compañero y se echaron a dormir un poco.

Cuando solo se oía el silencio, recogí, sigilosamente, mis cosas, y para confirmar mis sospechas, miré en la furgoneta, dentro de la caja que no se habían molestado en tirar. Olía a podredumbre, efectivamente, eran contrabandistas de órganos, como ya sospechaba. En ese momento eché a correr como alma que lleva el diablo hasta que no pude más.

Gracias a la gente que me orientó y se apiadó de mí, conseguí llegar a mi destino, Essaouira. Mendigaba lo que podía, incluso me gané algunos sueldos en el mercado de pescado. Allí fue donde conocí a la segunda persona que consiguió encauzar mi vida. Se llamaba Hassan, un viejo saharaui que había huido ante la situación de pobreza que vivía, era una persona humilde, pero muy sabia.

Me hospedó en su casa el tiempo que trabajé en ese negocio, sus ojos, denotaban la generosidad de la bondad, la caridad en persona, para mí era como un enviado del mismo profeta.  Le conté todo lo que había pasado, y mi deseo creciente de encontrar en España mi lugar. Me relató muchas historias de gente que tenía aquella misma aspiración y había sido frustrada. Pero mi ilusión no decreció, al contrario, se hizo más entusiasta.

Un día al volver del trabajo, Hassan, me contó que su vida llegaba a su fin, pues le habían diagnosticado SIDA, tenía uno pequeño capital con el que pagarse un tratamiento, con ello no conseguiría si no aplazar su muerte un par de meses. Con su rostro bondadoso me rogó que sacara un billete hacia Agadir, que allí, preguntase por Burhan, un conocido comerciante que vendía los viajes en barcas hacia un nuevo destino. Me entregó el poco dinero ahorrado que tenía, me deseó suerte y me despidió justo cuando el tren se dirigía hacia su destino.

Una vez allí, preguntando a los habitantes locales conseguí averiguar dónde encontrar a Burhan, le conté mi historia, el nombre de quien me enviaba y le dije la cantidad de dinero que tenía para embarcarme en una patera. A mi parecer, era una montaña enorme, ahora me doy cuenta de que era una cantidad insignificante, en ese momento, sus sonoras carcajadas me lo advirtieron, me dijo una cifra exorbitante y que hasta que no consiguiera reunirlo no volviera a aparecer por allí.

Conseguí un puesto de trabajo en una cafetería, que combinado con un empleo en una fábrica, me permitió mantenerme e ir ahorrando progresivamente. Pasaron días de penurias, de soledad, de miedo, de incertidumbre. El crecer sólo, sin saber qué me ocurría, y que pasasen los días y ese sueño de España quedase un poco lejos, pero a la vez más cerca. Todo esto seguido del primer amor, las primeras caricias. Finalmente con dieciséis años y un montón de ilusiones conseguí montarme en una patera rumbo a Lanzarote.

Pasé meses en medio del mar, con una pestilencia inimaginable, condiciones sanitarias deplorables, muchos se quedaron por el camino, donde el mar les concedió la tranquilidad que en vida no habían podido alcanzar. Apenas quedaban víveres en esa embarcación, cuando divisamos tierra firme. Habíamos llegado a la tierra de la esperanza, del futuro, del poder llegar a ser.

Cuando desembarcamos, un grupo de gente vino a darnos mantas, agua, y algo de comida. Comprendí lo que me decían gracias a que durante ese tiempo de espera, había conseguido algunas guías perdidas en castellano. Les dije que tenía diecisiete años cuando me preguntaron. Vi que poco a poco se dispersaba la gente, a mí, me llevaron a un centro. Todo estaba lleno de jóvenes, parecía un tanto desapasionado, carente de sentimientos.

Me integré como pude, no hablaba con nadie, no hablaba, simplemente permanecía en estado latente, intentando pasar desapercibido, esperando para salir de aquel centro donde estaba apresado y volar hacia donde mi destino quisiera llevarme. Me comunicaron que a partir del día que cumpliese dieciocho años volverían a repatriarme en Marruecos.

El pánico cundió de nuevo en todo mi ser. E idee una nueva estrategia con la que poder evitar tal fortuna. Había algunas salidas semanales al centro de la ciudad, desde allí, podía acudir al puerto y reservar un billete, el único problema sería el dinero, pero una vez escapase al control de los que se responsabilizaban de nosotros, hecho nada difícil, podría volver a ser libre.

Todo se hallaba preparado, fuimos a dar una vuelta rutinaria, y cuando vi que nadie se fijaba, corrí. Había memorizado el callejero de esa ciudad para encontrar el puerto. Llegué jadeando hasta al embarcadero, que no se hallaba muy lejos, lo había logrado, allí estaba. No conservaba nada de dinero, pues todo lo había dejado en el centro de menores, y el de la salida lo gestionaban los monitores.

Así pues, hallé en el barco que se dirigía a una ciudad de la península, llamada Cádiz, una puerta por la que embarcaban los coches. Mientras el propietario de uno de ellos hablaba distraído con su acompañante y el vigilante de esa entrada, estando ésta lejos de su alcance y visión,  pues se hallaban de espaldas a ella. Me metí en el garaje, no sé muy bien cuánto duró la travesía pero lo había logrado, había llegado allí. Había valido la pena el sufrimiento.

Cuando salí del coche, y pisé la tierra gaditana, sabía que todas aquellas penurias me habían conducido a algo mejor, a la vida.

Durante los años posteriores, encontré trabajo en una librería y como pude pagué la carrera de filología española, tras varios años, escribí mi primer libro, seguido de diversas producciones, muchas de ellas best-sellers, que probablemente conozcáis. Fue entonces cuando, ante la pregunta de un periodista acerca de mi pasado, me propuse desvelar en un relato breve quién soy yo, y agradecer a aquella mujer, cuyo rostro ni nombre olvidaré jamás, Adèle Mourchois, el que me sacase de mi antigua existencia para otorgarme una existencia plena.

Mi nombre es Tariq Kaddour, y nací el vigesimosexto día del Rajab de 1971 en el Mellah, el antiguo barrio judío de Marrakech, uno de los más pobres y marginales.  La fecha de mi nacimiento, finalmente, resultó ser un indicador que auguraba buena suerte. Esta es la historia de mi vida. La historia de quién soy yo.

12 de marzo de 2011

The river

Os dejo aquí un relato que escribí hace poco, espero que disfrutéis de él, no olvidéis escuchar la canción mientras lo leéis, así se podrá entender mejor. 
Todo cambió aquel día, estaba escuchando una recopilación de todos sus discos mientras leía un libro, me encantaba percibir su voz, para, de alguna manera, sentirlo a cada instante a mi lado. Tarareaba las canciones que sonaban, pues las había escuchado millones de veces, formaban parte de él, por lo tanto de mí.

La melodía comenzó con el lamento desgarrado de una armónica. Me paré en seco, habría jurado al diablo que había escuchado todas las canciones compuestas por mi marido, pero esa no la conseguía recordar, sin embargo, a la vez era tan cercana a mí que representaba un grito de socorro de ese dulce instrumento afligido y suplicante.

Su voz cantaba con el tono habitual. Cuando reveló con la letra el motivo de la canción, mi emoción resbalaba por las mejillas.

“Me and Mary we met in high school 
when she was just seventeen”

Creo que en ese momento comenzaron a encajar muchas piezas, el porqué de tanto secretismo respecto a su último disco, publicado hace poco. Las horas de grabaciones a las que no me dejó asistir, o a sus ensayos.

Solo hacía siete años que comenzó su carrera musical, por lo que el éxito que tenía entonces no era tan abrumador como el de hoy en día, nuestra situación económica había mejorado, pero tampoco había cambiado demasiado nuestro estilo de vida, queríamos conservarnos sin que el éxito transformase nuestras almas. Ya que yo también había comenzado mi propia carrera musical.

Esa frase me hizo evocar miles de momentos, principalmente el día en el que le conocí, tenía un año más que yo. Sólo éramos un par de adolescentes que buscaban alguien atractivo, pero él era diferente, lo percibí. Nos presentaron, y poco a poco, con la llama que llevábamos dentro, fuimos encontrando momentos en los que escaparnos de todo.

“We’d go down to the river
and into the river we’d dive
Oh down to the river 
we’d ride”

Los recuerdos se amontonaban en la memoria exigiendo salir. Me sentía aturdida, narraba nuestra historia de amor. Pero, ¿Por qué? Me acerqué a los altavoces, queriendo sacar de ellos esa respuesta.

“We went down to the courthouse 
and the judge put it all to rest
No wedding day smiles 
no walk down the aisle
No flowers, no wedding dress”

Esas palabras me hicieron entender casi todo, recordé cuando me quedé embarazada de nuestro primer hijo, cuando se lo dije,  la angustia que recorría su rostro. Nuestra boda, precipitada por el estado avanzado de gestación. Recordé el terror que sentí ese día, la incertidumbre que se cernía sobre el futuro. Fue una jornada de palabras fraudulentas, amables y cordiales que no  reflejaban  realmente nuestro interior.

Y la canción seguía sonando, sacando todo aquello que habíamos querido ocultar con unas cuantas sonrisas fingidas.

“Now all the things 
that seemed so important
Well mister they vanished right into the air
now I just act like I don’t remember, 
Mary acts like she don’t care”

Al oír esas palabras, que me dañaron como pocas lo habían hecho, supe todo. Había sufrido, habíamos sufrido mucho los dos. Habíamos disimulado en el silencio, en la rutina, en los actos sociales, en las presentaciones, o en los besos de despedida cuando él se iba a trabajar. Una especie de amor cortés que se había empeñado en ocultar la pasión que realmente sentíamos.

“But I remember us 
riding in my brother’s car
her body tan and wet down at the reservoir 
at night on them banks Id lie awake
And pull her close 
just to feel each breath shed take”

Brollaron de mis ojos todas las lágrimas que con el tiempo había aprendido a reprimir, y pude rememorar los numerosos instantes en los que la pasión se instalaba entre nosotros, en los que no había ninguna máscara, solo el deseo que sentíamos el uno por el otro.

El momento de felicidad ante el nacimiento de nuestro primer bebé. O la emoción de ver a padre e hijo sonreír mientras el primero le hacía carantoñas a nuestra nueva preocupación y amor en esta vida. Me acordé de aquel río, sabía que en parte no era más que otra expresión metafórica sobre el cambio que sufríamos, pero realmente existía ese rincón.

Un escondrijo en el que éramos yo y él, nos bañábamos desnudos en aquel riachuelo, y después, hacíamos el amor, muy lentamente, como si fuese la última vez que nuestros cuerpos fuesen a rozarse. Finalmente, rodábamos en la hierba, abrazados, mientras él me mantenía a su vera para escuchar el sonido de mi respiración, tranquila y pausada.

“Now those memories 
come back to haunt me, 
they haunt me like a curse
Is a dream a lie 
if it don’t come true
Or is it something worse that sends me”

Su voz se desgarraba al confesar que estos recuerdos le atormentaban y perseguían como si de una maldición se tratase, terminaba de cantar la letra y los instrumentos seguían tarareando la melodía.

Estaba totalmente alterada, no puedo recordar exactamente cuántas veces escuché la canción, pero la interioricé, la hice mía, incluso más que las otras, pues sabía que esta me pertenecía. Lloré, reí, saqué todo aquello que había luchado por ignorar.

Cuando Bruce llegó a casa, y me vio de este modo, con la melodía todavía sonando de fondo, se sentó a mi lado, y nos miramos como si fuese la primera vez, para fundirnos en un dulce primer beso después de mucho tiempo.

Ahora las cosas han cambiado, desde luego nosotros no. A partir de ese momento, vivimos cada día como si fuese único, las sonrisas han vuelto a establecerse en nuestro hogar y la alegría se ha instalado de modo definitivo.

Todavía vamos al río, a sumergirnos, pues el amor es el pozo donde acumulamos toda nuestra felicidad y libertad, para no olvidar que está ahí, para que no pueda llegar a desparecer o para que no llegue a caer en el olvido, esa relegación en la que había vivido tantos años.

Hola de nuevo

Voy retomar la publicación de cosas en este blog.
Ha pasado un tiempo sin que este hecho se produjese, pero mi creación literaria se ha visto paralizada, en parte por falta de tiempo, pero también por un progresivo cambio de intereses, aficiones e ideales, que me han planteado muchas dudas, y crisis de valores, pero ahora que ya tengo algunas hechos más claros, me gustaría volver a compartir muchas cosas, por ello.
Bienvenidos de nuevo