Siempre he pensado que las
estrellas fugaces son como el amor.
Cuando ves un satélite, cuando
das el primer beso aún siendo adolescente, te sientes maravillado, extasiado,
como si fueses de las pocas personas que ha descubierto el verdadero sentido de
la vida.
Sin embargo, cuando unos años más
tarde miras al cielo en una noche negra, al raso, bajo el amparo de las
estrellas, y adviertes un ente luminoso cruzar
el cielo en un instante, sabes que cualquier visión anterior solo había sido un
preámbulo de tan soberbia ocasión.
Así pues, cuando besas, cuando
haces el amor con esa persona, reconoces dichos momentos como una profecía escrita
desde otra vida, entonces comprendes que eso es amor, y cualquier sentimiento
anterior no era más que una burla de éste.
Siempre he pensado que las
estrellas fugaces son como el amor.
Su semejanza no reside sobre todo
en su forma de empequeñecer aquello que realmente no se le puede comparar. Su
parecido permanece en la brevedad de ambos, en la dicha del momento en que lo
contemplas y lo sabes certero. Pero, sobre todo, coinciden en un aspecto
singular, coinciden en el recuerdo.
Y es por la añoranza, que siempre
he pensado en la similitud entre estrellas fugaces y amor.
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